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jueves, 10 de mayo de 2012

En busca de buenas personas

Una calle vacía de una gran urbe, un silencio propio de una noche de invierno y un hombre que caminaba hacia su consulta, aunque aún faltaran algunas horas para que el Sol acabara con las tinieblas para dejar paso a la luz. 
Un hombre con prisas, que va canturreando una absurda melodía pegadiza y con mayor preocupación en su mente de que le falta algo, que no podrá alcanzar.

Aún con todo ello, posee una confianza en sí mismo, que sobrepasa la confianza que puede tener un cristiano, musulmán o demás creyentes en su Dios.

Entre sus reflexiones y esquivando los desperdicios de las calles se va acercando al nº 18 de la calle, donde el señor Rojas tiene su consulta, la cual es pequeña, apenas cuenta con un diván, un sofá y una estantería llena de papeles que datan de hace demasiado tiempo, y los cuales apenas podrán ser útiles para el psicólogo en este tiempo.

Abrió el portal y entró rápido como si supiera que alguien seguía sus pasos, ojeo rápido el buzón y vio que solo había facturas, las cuales no cogió, ya las cogerías más tarde, no era hora para llevarse malas noticias.

Prefirió usar las escaleras, en lugar del ascensor, el cual se escucharía a aquellas horas por aquel bloque viejo. Pasito a pasito, como el que tiene miedo a perder el equilibrio o miedo a no encontrar el siguiente escalón en la oscuridad, va avanzando, hasta llegar al 4º piso de aquel bloque. 

Al entrar, enciende las luces, se encuentra la sorpresa de que le han dejado debajo de la puerta una nota, que pone:

"Llámame 954967812, tenemos que hablar urgentemente".

Sin pensárselo dos veces, sacó un mechero del bolsillo y le prendió fuego, arrojándola a una papelera de metal vacía, entre tanto unas lágrimas salen de los ojos de aquel hombre que aún es joven y, que de tez morena. 

Un susurro rompió el silencio en que se encontraba todo: "¿Por qué?", susurro el psicólogo, se le escapaba la razón de aquella nota a una persona que durante toda su vida se había dedicado a la mente humana, la impotencia que sentía en aquel momento solo podía combatirla con su mejor amiga, la botella.

Se sentó en su escritorio y del primero cajón sacó un vaso y se sirvió una copa, usando hielo y una botella de whisky a medio gastar que tenía escondida en una pequeña nevera.

Se quitó la chaqueta, se quitó los zapatos y a cada trago que le daba miraba con odio y amor a partes iguales a una foto que colgaba de sus despacho, junto a todos los títulos de los logros académicos que había conseguido a lo largo de su vida.

Aquella foto reflejaba los tiempos felices, los buenos momentos, todos los valores, que en algún momento dejó lado para convertirse en la gran mierda que era. La pena le invadió y con el alcohol le llegó un sueño contra el que no pudo luchar y se quedó dormido en aquel sofá.

Como cada vez que se dormía bebido le invadía la misma pesadilla. Una subida, en la cual, nunca llegaba al final y cuando parecía que estaba cerca, una mujer vestida de blanca y con el pelo cano se arrojaba contra él y juntos caían al vacío, que no parecía tener fondo. 

La mujer era un esqueleto, pero sabía que era una mujer, por la voz dulce con la que le decía cada uno de sus fallos cometidos durante toda su vida mientras caían, y por el hecho de que llevara el pelo largo. La Dama de la Conciencia, la llamaba el alcholizado psicólogo.

Pero, esta vez, la mujer en la caída dijo una frase, que al psicólogo se le grabó a fuego en la memoria.

"Fuiste demasiado cobarde".

Tras esa frase y en medio del desconcierto se despertó, la luz ya entraba por la ventana y en la entrada a su despacho se oía una mujer trabajar entre papeles y descolgar y colgar una y otra vez un teléfono que no paraba de sonar y que con cada sonido taladraba la cabeza del psicólogo, que al no podía apenas moverse después del sueño y que intentaba volver en sí, cuanto antes para pedirle a la joven secretaria su medicación.

-          “¡Laila!, ¡Laila!”.

En menos de un segundo, entró corriendo la joven chica, delgada, con una cara que guardaba la belleza de la adolescencia, a pesar de haberla terminado hace algunos años, y además tenía unos grandes ojos azules, los cuales atrapaban a cualquier hombre que mirara directamente a ellos.

-          ¿Qué ocurre, señor Rojas?
-          Necesito la medicación, otra vez ha venido por mí.
-          ¿Ha vuelto a beber?
-           No
-          ¿Está usted seguro?
-          Si, no entiendo porque dudas de mí.
-          Quizás por el hecho de que tiene un vaso a medio terminar encima de la mesa, y porque apesta a alcohol.
-          Lo necesitaba.
-          Pues necesitará también una buena excusa para cuando llegue Cabezas a cobrar, lo que se le debe.
-          ¿Era hoy?, mierda… no me acordé de ello. ¿Tenemos el dinero para pagar el alquiler?
-          Si era hoy, y a lo segundo no. Ya gastamos todo lo ahorrado, lleva demasiado sin atender clientes y así no puede ni pagarme, ni pagar el alquiler, ni la luz, porque el agua hace dos días que nos la cortaron.
-          Prometo encontrar el dinero, dile a Cabezas que he salido, ¿de acuerdo?, que se pase mañana que le daré lo que se le deba.
-          Usted manda señor Rojas, pero por favor, vaya a casa descanse, dúchese y cámbiese de ropa.
-          Descuida, lo haré. Hasta dentro de unas horas Laila.

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...... en construcción....
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